Cada vez entiendo más el poder de las termas. Caracalla sabía de la vida. Hazme caso.
Acabo de aterrizar en Madrid tras diez días inolvidables en Roma. Ha sido un viaje de casa a casa a pesar del avión, los kilómetros, el idioma. No sé cómo explicarte que, a veces, entre salas de estar hay carreteras y cielos.
Han sido días de trabajo para un proyecto ilusionante que me traigo entre manos y que tiene Roma como epicentro, pero que mira a todo el mundo con un optimismo desbordante.
He estado diez días en Roma y no he pisado la Piazza Navona, ni el Colisseo, ni los foros… No ha caído mi moneda rancia sobre las aguas de Trevi. No era una promesa, ni mucho menos, pero no vine acá de turismo, ya tu sabes… Habrá tiempo para patear de nuevo esos lugares que ensanchan el alma y personifican la belleza. La verdad: no he echado de menos esos rincones ninguno de estos días.
La Roma que yo he vivido este mayo ha sido un spa vital, aunque Pepe se ría. Aire puro. Gente buena. Conversaciones estimulantes. Paz. Prayer. Y una gastronomía estupenda sin pisar un restaurante. Que los platos con arte abren los poros del humanismo realista y, a la vez, son un trampolín.
Olas tranquilas de ideas, proyectos, ilusiones, recuerdos que van, recuerdos que vienen y que no se han muerto en ninguna orilla. Burbujas de alegría, de jovialidad, de familia sin metáforas. Lluvia regeneradora. Vapores de autenticidad que humedecen hasta el más seco adoquín de un ferragosto al vacío.
Roma no es un sitio más. Es un lugar esencial.
Los tengo que venden alfombras. Alfombras que vuelan.
Avevo quasi dimenticato quanto sei bella, Roma. Grazie mille.