
El brazo artístico de Tita Cervera es postimpresionista. De los que arrojan luz antes de que se desate la tormenta de Munch. Lleva dieciséis años dando lustre puntilloso a la colección Thyssen y atrayendo al museo nacional esplendores brillantes de fuera. Aterrizó en este palacio salmón a contracorriente gracias a Gauguin. Sabe de Van Gogh, tira de Cézanne, contempla con Friedrich, desea a Jan Brueghel, el Viejo, y ama al Museo del Prado. Le van casi todos los palos del arte. Retratista en la intimidad. Solana con solera. El hombre tranquilo de la chaqueta metálica y la naranja mecánica. Un filósofo para repensar los museos. En las cien velas del barón y con el expresionismo en cartelera, augura un existencialismo moderado después de la pandemia. Madurez de mente despierta, oídos dialogantes y curiosidad vibrante. Detrás de las pinceladas de un lienzo intenso, entre las canas de un oficio, todavía hay lugar para la fascinación, divino tesoro.
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