
El fotógrafo madrileño Luis Gaspar es un retratista de referencia nacional. Su esencia filosófica y una inquietud antropóloga y humanista sobresalientes han convertido su técnica en una positivado social alternativo. Es un tópico decir que la cara es el espejo del alma. Pero es una revolución constatar que los retratos de este fotósofo son tan verdaderos, buenos, bellos y trascendentales que sacan a la luz, con estética nueva, la intimitas de una sociedad liberada del postureo.
-¿Lo suyo son los retratos o la fotografía?
-Lo mío es la Filosofía. La fotografía es un medio para el que descubrí que estaba dotado que me permite desentrañar la realidad durante unos instantes.
Luis Gaspar es filósofo, pero a los 22 años descubrió que la fotografía le llamaba por su nombre y sus apellidos. Llegó tarde al revelado de talentos, pero está aprovechando el tiempo con una obra buena, verdadera y bella: tres atributos trascendentales que convierten su trabajo en un flash de humanismo más espiritual que material que aporta fondo y forma en un universo de grano y paja.
Un chico de barrio, de la calle Ferrocarril, entre Atocha y Delicias. Un tipo del Madrid sin etiquetas. Un chaval que estudiaba en el Menéndez Pelayo y que abandonaba las aulas de vez en cuando para escaparse al Museo del Prado. Un adolescente enamorado de Catalina Micaela de Austria, retratada por el renacentista Alfonso Sánchez Coello. Aquel fue, quizás, el primer retrato trascendental del que fue consciente y al que podrían remitir sus anhelos creativos por captar las esencias humanas en medio de un mundo, también profesional, donde puja el postureo: físico, estético, intelectual, global, superficial, teórico, impostado.
Hijo de actores. Auténtico. Cordial. En su primera juventud se imaginó escritor y se imaginó sobreviviendo, pero pronto se dio cuenta de que lo suyo, en realidad, era pintar con la cámara. Porque la realidad es un azuce en su biografía, como le pasa a Antonio López, por poner el listón en el tope del siglo. Casero, “con mucho rucu-rucu interior”. “Obsesivo”, como son obsesivos los artistas carismáticos que comparten la ilusión y la intuición, y que no paran de parir.
Su pelea -pacífica, pero intensa- como fotósofo se centra en aportar realidad bien hecha y no convertirse nunca en un cínico. Su faceta como retratista incluye el peso sereno de sus all-stars bien pegadas al terreno. Como ha desarrollado un fuerte talento para mirar el brillo de muchos ojos y el fondo de muchas almas, y acertar, se nota que cree en la belleza de los seres humanos, porque “en las distancias cortas” y sin disfraces y maquillajes todos ganamos mucho.

A solas y al fondo
Luis trabaja a solas. Una persona. Una cámara. Un estudio. Una luz. Un profesional, que es también taxista, peluquero, confesor, y que ha perdido el miedo a mostrar sus cicatrices para que el retratado entienda que todos somos de barro, que afloje el gesto, que viaje a su verdad, porque “la naturalidad nos hace más atractivos”. Cada una de sus sesiones son terapias bidireccionales.
Las fotosofías de Gaspar nacen de una conversación, de un conocimiento por el camino, de un deseo de sacar el mejor perfil interior. Nacen sin prejuicios previos y sin juicios durante, con un punto carismático en el proceso y con una discreción fundamental para conquistar confianzas variopintas de gentes de aquí y de allá que se sientan en su estudio y se dejan retratar hasta el fondo.
Luis es un antropólogo sin píxeles. Sus pinturas de luz dan a luz tras una relación personal y salen cuando el protagonista se ha olvidado de “poner cara de foto. Cuando ya les da lo mismo actuar”. Porque Gaspar dispara entonces de frente, a traición de la impostura. Por el bien, la verdad y la belleza del sujeto paciente.
Sus retratos son bustos clásicos con personalidad contemporánea labrados con mayéutica, técnica, labia, realismo, sentido del humor, conocimiento propio, sociología de taller abierto, ciencia casera, historia del arte, trascendencia y entusiasmo. Así capta las médulas espinales sin necesidad de que las personas que se apostan ante su cámara se desvelen al desnudo.
Tras el desfile de tantas mujeres y hombres por su fotovivón, los ojos de Gaspar han desarrollado el superpoder de captar la intimitas, que se dice pronto: “ver más dentro del retratado que el retratado mismo”. Un don.
El objetivo de su fotosofía es que, al contemplarla, los espectadores piensen que eso que disfrutan es real y es inédito: que están ante la primera vez de una visión, como quien observa “la liebre de Durero, o el cordero de Zurbarán”.
Hace clic ante la estampa real que siente. La que funciona. En una decisión artística que no se puede protocolizar. Esa punzada interior donde el bagaje humano que pilota la obra se ilumina cuando llega el frame oportuno en el que todo cuadra sin ser perfecto y en el que suena la música de ¡bingo!
¿Vanidad? Como todos. Saber que aportamos. Saber que no quieren. Gaspar no adoctrina ni su modus, ni su propuesta estética, ni su discurso. No fotosofía dentro de una torre de marfil. Es un artista casual, en vaqueros, que ha conquistado la difícil cima de darse la importancia justa y vivir la normalidad adecuada. Con sus picos, como todos. Con sus efluvios de excitación y sus momentos down. Como muchos. Pero la línea recta y ascendente de su obra es un buen autorretrato continuo de su mundo interior.

Miedo al cinismo
El fotósofo de Desengaño es realista en su enfoque y en su meta-análisis. El poso clásico de la Filosofía le hace andar descalzo. Seducido por el amor a la sabiduría, incluso después de una pandemia vírica y una pandemia de desencanto, ha convertido su estudio en un parque de atracciones de aventuras sencillas, potentes, nuevas.
Mientras otros lo enseñan todo, él prefiere el pudor. Mientras otros miden todo en términos de eficiencia y resultados, Gaspar considera que “la sociedad necesita que haya gente que se dedique a la nada”. Aunque cualquiera que visite su taller entenderá que esa “nada” es más transformadora que muchos “algos”.
Más dones en torno al mismo esternón: no es profeta, pero es médium. Sus antenas conectan con la línea del futuro, que no es tendencia, sino camino, como si la luz de la verdad -a veces mística, a veces muy urbana- le guiara en su recorrido hacia la verdadera belleza de las personas y las cosas.
Es un explorador. Un arqueólogo y un zahorí de puntos de vista, de texturas, de maneras de ver, de formas de mirar. Un buscador. Un permanente converso. Un después con muchos antes. Un neófito juvenil con callos.
Más allá de la amplia galería de retratos que ponen ojitos a su obra, Gaspar cuenta también con otras fotografías que son “cosas que a mí me llaman, y el fruto de mi forma de pintar”. Cosas que a él le llaman y que pretenden que “quien las vea, se caiga de culo”, el mejor asiento para un realista coherente.
Sin pinceles, pinta en torno “al objeto encontrado” y allí la imaginación y la reflexión tienen la última palabra. Fotografía inteligente que invita a la sorpresa, a la lectura personal de la obra de un fotósofo franco que ilustra momentos para todos pensando, quizás, en las personas alérgicas al cinismo crónico. Sí, como todo artista, vive su desarrollo profesional “con una cierta sensación de infelicidad”, pero se nota que no es frustración, porque él no ha tirado casi ninguna toalla.
Se nos ha hecho tarde pronto en el estudio de Luis Gaspar. Hay luz natural de sobra. Texturas. Fondos. Marcos sin lienzo. Papeles. Café y puros. Proyectos. Bailarinas en las paredes. Claroscuros. Recortes. Hay hasta una capa zamorana y unos tacones de lentejuelas. Brilla una tela roja y rondan por estas paredes mentales la ilusión de unas majorettes. Hay algo aquí de Mago de Oz. Madrid. Ciudad de las esmeraldas. Camino de baldosas amarillas.

Reportaje publicado en la revista Influencers julio-agosto de 2021.