Un tumor en mi salón

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Es muy fácil decir que con el cáncer se puede, que venga, que te comes el mundo, que tú eres fuerte.
Es muy fácil hasta que la bomba te cae muy cerca.
Hace varios lunes llamó la que también parió a mis seis hermanos. El pulmón. El dichoso pulmón, que había ido en peregreninación desde hace meses por muchas consultas médicas, pero en el que ningún ojo humano vio nada. La máquina detectó aquel día 2 centímetros de tumor maligno.
El lunes siguiente fue día de PET. Un túnel estático más largo que los de Gallardón. Una hora de emisión de positrones. Un viaje hondo sin motor, hacia la médula, con estética de Star Treck.
El lunes siguiente, médico de Familia. Resultados definitivos y fecha de operación. «Me ha dicho la médico, que es muy seca, que si todo sale bien, a la sala de despertar, y si no, a la UCI. Espero no venirme abajo».
Mi padre es oncólogo. Eso da paz en estos casos. Y como es oncólogo, es un ciudadano realista: «Todo está yendo bien, a pesar de los numerosos diagnósticos fallidos de todos estos meses. Lo hemos pillado a tiempo. Es una pena que los médicos ya no diagnostiquen, sólo lo hacen las máquinas». Sin rencor. Pero sin paños calientes.
Ella está bien porque es una crack.
Pero, telita… Antes, la Medicina defensiva era una actitud de cobardes. Ahora es una excusa. Errar es humano. Errar siete veces siete, un peligro de muerte.

Listas las pruebas de anestesia. Operando en 3, 2, 1.

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