Petra Lászlo y su patada voladora son el nuevo facilitador para vomitar. De venta en farmacias. Una cámara, una zancadilla, un compañero que no transige, que lo graba, lo difunde, y se le cayó el pelo después que se le cayera el alma. Petra llora, pero Petra estaba ya muerta.
La zancadilla de esta señora ha removido el corazón de la gente y la deontología del periodismo. ¿Se puede ser así de cruel en medio de una tragedia humanitaria como la que están viviendo tantas personas que corren sin patria, sin casa, sin fuerzas? Sí, se puede. Y lo hemos visto. Y lo veremos.
La máxima más tópica de Kapuscinski reza que «para ser buen periodista hay que ser buena persona». No es una frase de tuit. Es una frase de código genético, de cimientos, de principios, de esencias. Y sin embargo…
Los periodistas asumimos ese credo, pero nos excusamos mirando por el canto de la subjetividad. ¿Qué significa ser buena persona? ¿Hacer lo que diga el Papa, o el Padre Ángel, o Greenpeace? ¿Ser buen padre de familia? ¿Ser buen compañero? ¿Ser honesto? ¿Ser de misa diaria? ¿Pasar cuotas a tres ONG? ¿No plagiar? ¿Reciclar la basura? ¿Conmoverse con el sufrimiento ajeno? ¿Todo? ¿Algo? ¿Sin exagerar? ¿Usted a mí no me dice lo que tengo que hacer? ¿Basta ya de imposiciones moralistas?
¿Qué es ser buena persona?
Petra Lászlo interpuso una zancadilla entre la imagen real y la imagen grabada, y se convirtió en una mujer muerta. Esa patada en tres dimensiones nos ha tocado el cuore, porque todavía no somos de piedra pómez. Pero zancadillas así, a otras personas, con titulares directos a la espinilla del alma, a la rótula interior de hombres y mujeres con nombres, apellidos, familia e historia, salen de las imprentas (haga falta papel, o no) todos los días.
Una noticia, de acuerdo. Pero nunca un objetivo humano al que destrozar. Ni siquiera cuando hacéis chistes del fallecido Ruiz Mateos. Ser buena persona no es fácil. Pero es la clave para regenerar también una profesión que, a veces, algunas veces, parece una tomatina con sangre. Un kill bill entre la libertad de expresión y la condena de cargarse vidas ajenas con la frivolidad de una patada.