Hoy es el Día de Andalucía. Y el de las Enfermedades Raras… No, por nada…
Soy sevillano. Y geográficamente, andaluz. Pero me tira más mirar hacia fuera que recrearme en mi terruño. Si, toco la guitarra. No, no voy a caballo por Madrid, ni siquiera en carnavales.
He vivido 26 años seguidos en Andalucía y quise salir. Aquello era todo estáticamente político, estáticamente lento, estáticamente poco audaz, estáticamente cansino. Para mí, se entiende. Otros están encantados con esos estatismos que a mí me resultan comodones y mediocres. Y no hablo de los tópicos que saltan en la barra de Google cuando pones «los andaluces son…» y dejas que Google, como los que tienen complejo de delegado de curso, se adelante a decirte lo que quieres decir.
La metáfora del vestido azul y negro -porque era objetivamente azul y negro, oigausted– me viene al pelo. Porque la bandera blanca y verde se ve de otros colores, dependiendo de si se mira antes o después de una sentencia de Alaya; antes, o después de esas casi cuatro décadas de imperio socialista; antes, o después de cobrar el PER; antes, o después de estar en el ajo y de oler a ajo…
Sí. Andalucía es muchas cosas diferentes y muchas personas distintas. Y es muchas enfermedades raras a la vez. Se pongan los chamanes de la patria como se pongan. Si los andaluces de verdad se levantaran y se desempanaran las nostalgias, ni el Pablo Iglesias vintage se comería una rosca.
Otra Cruzcampo, caballero.