Posverdad es una palabra ideológica que entronizó el Diccionario de Oxford en 2016 para atacar de un tirón al Brexit y justificar la victoria de Trump echando la mierda encima de los medios de comunicación. En el fondo, desde el principio era un neologismo que pretendía plantar en la raíz de una democracia no compartida el prejuicio de la perenne mentira. No niego que detrás del Brexit y de la victoria de Trump haya mentiras así de grandes. Lo que digo es que las mentiras se han convertido en el hilo conductor del guion de una política impregnada de populismo. En 2016 y, con más fuerza, en pleno 2020 y después de una pandemia vírica donde el mal gobierno ha sido la tónica general.
En cuatro años, la posverdad ha ido engordando en los gabinetes políticos internacionales. En el caso de los partidos políticos ya es un modus operandi sin problemas de conciencia. En el caso de los partidos populistas de izquierda y de derecha radical es el bastidor de cada estrategia.
Los ciudadanos hemos aprendido a sufrir la política sorteando la posverdad y ya no nos creemos ni las verdades. Hemos aprendido a sobrevivir entre una pandemia de políticos mediocres adictos a la destrucción. Pero también hemos caído en el juego sectario de pensar que el partido al que votamos con la nariz tapada es una extensión de nuestra esencia. Hemos caído en la trampa de radicalizarnos en nuestras casas. Hemos caído en la tentación de hacernos hooligans de barrio defendiendo a unos políticos que nos usan como guantes de nitrilo para excusar su tremenda incapacidad de gobernar con hechos.
La posverdad ha derivado en qué-más-dad, porque el arte de empotrar mentiras en el discurso político con la máxima impunidad está en la edad de oro de la desvergüenza. No llueve, nos mean desde el balcón de los privilegios. No nieva, son copos de gapos congelados por la frialdad de unos servidores públicos aburguesados. No truena, son ruidos de la ultraderecha o de la ultraizquierda que buscan desgastar lo que está más tísico que el futuro de nuestras sociedades.
Qué-más-da todo. Una mentira en sede parlamentaria es una bengala de ingenio. Un bulo oficial es el axioma del argumentario. La ética política ha sido prostituida con alevosía por enfermos del vicio. Y detrás de todo este lupanar de política ficción se calienta una sociedad sin trabajo, sin derecho a quejarse, con miedo a que pinten en las jambas de su puerta: aquí vive un facha de manual.
Qué-más-da en boca de la portavoz del Gobierno. Qué-más-da en los ojos de un ministro acosado por un pronto de soberbia, que se nota en los ojos. Qué-más-da en una oposición que escupe «terrorista» y un Gobierno que pide a muchos miles de españoles que cierren al salir, porque este país es solo para quienes se han tatuado mi cara en los alrededores del pecho de lata. Qué-más-da la calle. Qué-más-dan los profesionales sanitarios que se han dejado la piel hasta las llagas de flagelo. Qué-más-da poner una multa social a la Guardia Civil, un Cuerpo maltratado por niñatos que juegan a ser políticos quemando nuestras instituciones.
Qué-más-da mentir a los medios, sortear sus preguntas, amenazar sus principios profesionales -los que los mantengan-, arruinar su veracidad con un tuit maquiavélico, insultarlos en abierto, empalar en plaza pública la libertad de expresión metiéndole un troyano de ética sin ética por donde cagan el alpiste las palomas. La triste levedad del odio palpitante es el motor que destruye la honestidad hasta convertirla en el mínimo común múltiplo en peligro de extinción.
Qué-más-da todo. Qué-más-da que votemos. Qué-más-dan estos partidos políticos envejecidos de ombliguismo barato, oportunistas, simples, ególatras, dañinos. Qué-más-da una justicia acosada sin rubor. Qué-más-da que nos escupan en Moncloa si, al fin y al cabo, Moncloa es el templo. Hemos sacado a Dios de las calles para convertir en dioses sin escrúpulos a unos políticos chacales. Qué-más-da si ha merecido la pena la idolatría.
Es injusto quemar a granel. Lo sé. En esta tierra quemada a conciencia hay excepciones de mujeres y hombres grandes. Es injusto no admitir que detrás de los buenos y de los malos -el fin desentraña a las personas- hay muchas horas de trabajo, muchas noches sin dormir. Efectivamente.
Hay gente que se agota levantando muros, incendiando vergeles e inundando de barro las esperanzas que nos quedan. Nada más triste que apostar la vida entera a correr en dirección suicida. Qué-más-da si en el camino hacia el fondo arrastran a una sociedad ejemplar en la pandemia, pero inmadura para tratarse de este síndrome de Estocolmo.